Amor en verde
Recientes investigaciones advierten sobre un creciente trastorno por déficit de naturaleza, que puede desencadenar diversas enfermedades. La biofilia y la empatía ambiental, entre las soluciones.
Dejar todo de lado y detenerse a contemplar el cielo, buscarles formas a las nubes, llenarse los pulmones con el olor de los árboles, acariciar sus hojas, las flores, observar el entramado de las ramas, escuchar el canto de los pájaros. Sentir la naturaleza tiene tantos beneficios que repasarlos sería abrumador. Parece una perogrullada, pero no. Cada vez más atrapados por los avances de una tecnología que no da tregua, nos alejamos de ella, y quedamos expuestos a un sinfín de consecuencias que ignoramos y pueden terminar siendo graves. A tal punto que las últimas investigaciones científicas hablan del “trastorno por déficit de naturaleza”, término acuñado por Richard Louv en su libro Last Child in the Woods (El último niño de los bosques). Según el escritor y periodista estadounidense, la exposición a la naturaleza es esencial para combatir la obesidad, el déficit de atención, las enfermedades cardiovasculares y la depresión. En la vereda de enfrente, los efectos positivos serían la potenciación de los sentidos, la facilidad de integrar aprendizajes, el enriquecimiento de la creatividad y el desarrollo de las habilidades psicológicas.
“Desde que el hombre es hombre tiene un vínculo directo con la naturaleza; no obstante, la evolución transformó, casi inevitablemente, sus modalidades. Ya sea por la planificación del uso de la tierra, el modo de emplear los recursos o la cultura moderna, no entramos en contacto con el entorno natural como lo hacíamos hace cinco mil años. Entonces, debemos preguntarnos cómo se articuló ese contacto para comprender cómo evolucionamos. Los expertos están preocupados por la manera en que esto afecta la salud humana… Y hacen bien en preocuparse”, desliza Obdulio Menghi, presidente de la Fundación Biodiversidad Argentina. Y aclara sobre la definición de Louv: “El ‘trastorno por déficit de naturaleza’ no es una enfermedad, sino el resultado de la alienación que producen las cuotas dosificadas de naturaleza en nuestra cotidianidad. Hoy, los juegos al aire libre quedaron relegados al sedentarismo. En la actualidad, un adolescente promedio pasa casi ocho horas de su día frente a las pantallas. Muchas veces, los índices de obesidad son proporcionales al tiempo que transcurrimos con el celular, la tablet, la computadora o la televisión”.
La “videofilia”, esta tendencia a obsesionarse con los aparatos electrónicos, le está ganando la batalla a la “biofilia”, la fascinación por la naturaleza. Menghi advierte: “Según las estadísticas, el 74% de los niños de 4° a 6° grado elegirían alguna recreación después de la escuela, pero se impone, a raíz del poder cautivante de las pantallas, un abandono o disminución sustancial de la actividad física a los 10 años, algo que se acentúa aún más en las niñas”.
Contra todo lo que pueda suponerse, nuestro cerebro, modelado para estar en contacto con lo verde, se adaptó a la vida de encierro en las grandes ciudades. “Nos aislamos de la naturaleza y nos acercamos solo cuando la necesitamos, inclusive abusando de ella con malos tratos: dejando basura, cazando aves, vandalizándola”, sostiene Ana Di Pancracio, directora ejecutiva adjunta de Fundación Ambientes y Recursos Naturales (FARN). Por su parte, Balboa concuerda y acota: “Atravesamos un momento en el que se trata de compatibilizar y complementar lo natural con lo cultural. Ese es el gran desafío”.
Que te quiero verde
En los ochenta, los japoneses comenzaron a utilizar la expresión shinrin-yoku (puede traducirse como “baño forestal”) para referirse a la práctica de pasear por un bosque de una forma meditativa. Con una fuerte impronta budista y sintoísta, las autoridades locales designaron cerca de cincuenta bosques como “centros de terapia forestal”.
Yoshifumi Miyazaki, antropólogo y vicedirector del Centro de Medio Ambiente, Salud y Estudios de Campo de Chiba University, lideró numerosas investigaciones en las que comparó una caminata urbana con los “baños forestales”. ¿Qué sucedió? Estos últimos atenuaron en los participantes el estrés, la presión arterial y la incidencia de infartos. “El contacto con la naturaleza hace mermar la actividad del córtex prefrontal, encargado de funciones cognitivas como planificar, e incrementa la actividad en otras áreas del cerebro que tienen que ver con la empatía y las emociones”, remarcó Miyazaki.
Pero a no desesperar, ya que, por complicado que parezca, la naturaleza permite relajarnos hasta en las frenéticas ciudades. “Hay que saber que no todo es cemento en la gran urbe; solo hay que estar atentos y ajustar un poco la mirada. Al caminar, la gente no ve más allá de sus narices. Así se pierde diversos submundos naturales que descansan a nuestro alrededor, con criaturas con las que compartimos el devenir diario. Por ejemplo, las mariposas del otoño en plena avenida 9 de julio, las comadrejas del Jardín Botánico, los caranchos y otras aves rapaces en plena plaza de Retiro o Congreso, el hornero que cada año hace su nido de barro y es admirado por fanáticos de las aves que llegan de diferentes destinos para apreciar cómo lo hace”, cuenta Ana Di Pancracio. Y profundiza: “Las aves son una buena puerta para abrirse a la naturaleza. En Inglaterra, un país con gran tradición en torno a estos animales, están alarmados porque es una costumbre que se va esfumando entre los chicos. Es una lástima porque la naturaleza reduce ostensiblemente la hiperestimulación, esa necesidad de lo instantáneo típico de nuestra época”.
Hay una afirmación de Richard Louv que es interesante: un niño quizá no se acuerde del primer programa de televisión que vio, pero sí recordará la primera vez que se subió a un caballo o que trepó a un árbol. “Hay distintas formas de vincularse con la naturaleza, aun en ámbitos urbanos: pasear por un parque, visitar reservas o jardínes botánicos. Esto es clave para optimizar nuestra calidad de vida. Está comprobado que aquellas ciudades que tienen mayor cantidad de espacios verdes tienen mejores relaciones interpersonales entre sus habitantes. La onda verde provoca tranquilidad mental y visual”, aporta Balboa, desde Vida Silvestre.
Para contrarrestar el “trastorno por déficit de naturaleza”, desde la Fundación Biodiversidad Argentina proponen emprender un viaje hacia lo natural de la manera más sabia y sana posible. “Hace cuatro décadas que llevamos a cabo estudios para transmitir un mensaje simple y universal en cuanto al comportamiento esperado de las personas que se mueven dentro de áreas naturales. Dentro de lo que denominamos ‘ética al aire libre’, ideamos siete principios que son la piedra angular de ‘Sin dejar rastros’, un programa basado en la educación y en la valoración de la naturaleza –explica Menghi–. ¿Cuales son esos siete principios? Prepararse y prever; usar superficies previstas para establecer campamentos; gestionar adecuadamente los residuos; dejar intacto aquello que se encuentra; minimizar el impacto de los incendios; respetar la vida silvestre, y respetar a los otros usuarios”.
Los especialistas coinciden en la urgencia de atacar el “trastorno por déficit de naturaleza” en pos de preservar la salud y el bienestar de la sociedad futura. En el Reino Unido, Australia y los Estados Unidos, se están aprobando leyes para asegurar el acceso y la exposición de los niños a la naturaleza. Al plantearse un camino para construir comunidades sostenibles, cobra relevancia el término de “empatía ambiental”; es decir, la capacidad de sentir por otros seres y reconocer el valor de la vida en el planeta y sus interdependencias de forma integral. Es algo de lo que todos somos responsables.
El papel de los adultos
A pesar de que muchos de los estudios realizados apuntan a los niños y adolescentes, Obdulio Menghi se enfoca en los mayores: “Es que todos somos niños adultos. Todos necesitamos vitamina D, confianza en nosotros mismos y capacidad de concentrarnos. Otro punto es dormir bien, pero cuanto menos acceso a espacios verdes tenemos, menos vamos a descansar. Algunas investigaciones sugieren que estar más horas al aire libre podría ser mucho más positivo y menos perjudicial que tomar pastillas para dormir. Encerrarse excesivamente en una habitación o en un determinado lugar es causa de deterioro físico y mental, de aumento de peso y obesidad, de hipertensión, de enfermedades cardiovasculares, diabetes, colesterol, miopía, asma, estrés, fatiga y depresión”. En términos de salud pública y a nivel individual, se debe incluir esta problemática en la medicina preventiva y terapéutica. “Estamos empezando a darnos cuenta de las consecuencias negativas que la urbanización ocasionó en la vida silvestre, ya sea en la flora, en el agua, en el aire o en la tierra, pero aún ignoramos los daños que sufren los seres humanos por su inmovilidad y confinamiento. No deberíamos olvidar que una caminata es tan efectiva como una visita a la farmacia… y mucho más económica”, resume Menghi.